Por Alfonso Díaz de la Cruz
Poco caso hizo aquel forastero cuando le dijeron que antes de dormir cerrara la ventana de su pequeña habitación por si acaso lloviera.
—¡Ciérrala a cal y canto! —le dijeron— Que ni siquiera una gota pueda entrar por la ventana, pues las de esta zona no son gotas comunes. Son gotas mágicas.
Poco caso hizo. Para refrescarse durante la noche dejó una abertura mínima, por donde pudiera pasar, se dijo, una pequeña brisa.
Pero entró más que eso. Esa noche llovió y por la rendija entró una pequeña gota de lluvia chiquita, diminuta, que escurrió lentamente por la pared y se alojó ahí.
Y de ella brotó un bosque. Mágico. Con enormes árboles de hojas que en otoño se pintaban de verde, amarillo, rojo y naranja.
Y a la vera del bosque se erigió un castillo y, a su alrededor, una aldea próspera y feliz, con habitantes prósperos y felices.
Cuando despertó en mitad de ese bosque hizo todo lo posible por encontrar la salida de su habitación.
Nunca la encontró. El bosque era demasiado denso.
Nadie escuchó sus gritos de auxilio.
Nadie lo vio llorar.
Nadie vio tampoco cómo sus lágrimas formaban un pequeño charco ni cómo ese charco se convirtió en un lago de aguas cristalinas.
El mismo lago de aguas cristalinas que baña actualmente a la aldea, al castillo y a sus prósperos y felices habitantes.