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Home Lifestyle

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5 marzo 2021
in Lifestyle
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Por Alfonso Díaz de la Cruz

Dios sabe que no ha sido por desinterés, sino por falta de tiempo y lo cierto es que hace poco más de año y medio que no podía entrar a mis videojuegos de la computadora.

Hoy finalmente tuve la oportunidad de hacerlo y, alrededor de las once y media (hora del centro), lo hice. He de confesar que lo hice lleno de reservas. Después de todo este tiempo muchas cosas podían haber pasado y temía seriamente por mis aldeanos del videojuego. ¿Estarían bien?, ¿habrían tenido los alimentos suficientes para sobrevivir dos inviernos?, ¿se habría desbordado el río?, ¿habría habido una guerra inesperada?, ¿estarían bien?, ¿Habrían… habrían muerto?

Sin embargo, pese al miedo, hace mucho que no jugaba y quién sabe cuánto tiempo más habrá de pasar para tener otra oportunidad así. Tiempo libre, le llaman. Por lo que abrí el juego, hice clic en el menú cargar y seleccioné la partida guardada a finales del 2019

[Cargando]

Los segundos de espera pudieron parecer interminables, pero aproveché para quitarme los zapatos y servirme una cerveza.

[Cargando]

Un trago… dos…

[Carga completa]

Y de pronto la pantalla se llenó de miles y miles de bytes multicolores que dieron forma a un mundo virtual que se asemejaba mucho al que yo había dejado en pausa unos meses atrás.

Sin embargo, había cambios, aunque los edificios se mantenían en el mismo lugar en que los había instalado, resaltaba el hecho de que estaban un poco más cuidados, como si los hubieran restaurado, y varias chozas nuevas se habían erigido aquí y allá, en las colinas aledañas al cuadro central.

Este último detalle me hizo fijarme detenidamente en cada uno de los edificios y en el poblado en general. En resumen, todo lucía más radiante: la fuente, el mercado, la estatua del señor gobernador, el puerto, el aserradero, la casa del artesano. Todo parecía renovado, como si los aldeanos se hubiesen empeñado en no dejar morir ese lugar que, bien visto, bien visto, transmitía una paz y una calma que invitaban a cualquiera —si tal fuese posible— a vivir en él.

Hecha esta reflexión me puse a buscar a los aldeanos principales (mujer y varón), aquellos que me habían acompañado desde el principio de la aventura y, en menos de dos minutos, los encontré charlando amenamente junto al río de aguas cristalinas, al norte del poblado.

Me reconocieron enseguida y, tras dirigirme un breve gesto de suficiencia que, por lo despectivo, caló en lo más hondo de mi ser, siguieron con su charla como si tal cosa.

Ante mi estupefacción y mi insistencia con el puntero del ratón por llamar su atención, decidieron poner pausa a su conversación y, en un tono que no admitiría réplicas, me contaron que, tras mi partida y evidente abandono, se encargaron ellos dos de darle continuidad a los cuidados de la población y de la aldea en general. Aunque el primer invierno había sido muy crudo, lograron sobreponerse, organizar a los aldeanos y salvar al poblado del inminente fin al que mi olvido había condenado. Después se casaron, tuvieron un par de hijos (gemelos) que crecían sanamente por entre las callejuelas del lugar (el tiempo en los juegos de video pasa más rápido que en la vida real).

Al finalizar me miraron fijamente a los ojos y me pidieron, no, mejor dicho, me ordenaron que guardara la partida nuevamente y que no me molestase en regresar, que ellos se la apañarían solos como habían venido haciendo los últimos meses, que me agradecían el acompañamiento durante el comienzo de la partida, pero que ya no era bienvenido en aquel lugar.

Sintiéndome culpable y herido, sin más que hacer ahí, guardé la partida y regresé al menú principal cavilando sobre lo que acaba de ocurrir y, sobre todo, lo que me habían dicho. A fin de cuentas, tenían razón, pero en ningún momento pude defenderme, explicar mi punto de vista… ni siquiera pude disculparme ni despedirme. Y eso dolía más.

Decidido que al menos debería de tener esa dispensa, volví a seleccionar el menú “Cargar partida” y, justo antes de seleccionar una vez más el juego guardado, noté que a la derecha de la casilla se encontraba la opción “Eliminar juego” e inmediatamente me vi tentado de hacerlo. A fin de cuentas, estaba en mi derecho y solo se trataba de un juego, ¿no? Un juego al que además se me había prohibido regresar y si lo hacía solo recibiría malos tratos por parte de aquellos personajes que, en teoría, debían de obedecer las indicaciones que yo les diera. ¿No merecían que lo hiciera?

Apuro el resto de la cerveza.

No, no lo merecían. Después de todo, era perfectamente entendible su malestar y, aunque no se les pasara, no habían hecho nada más que sobrevivir durante esos meses en que me mantuve alejado. Enfrentaron las estaciones solos y claro que no me necesitaban. Además, había ya muchos habitantes caminado por allí que ni siquiera estaban enterados de mi existencia. ¿Borrarlos por un mero capricho de ego herido? No podría hacerlo, me dije.

Al final sí que pude.



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