Por Alfonso Díaz de la Cruz
La encontré por casualidad.
Fue una noche de diciembre en que todo mundo procuraba salir más temprano del trabajo debido a los frentes fríos que en esos días se cernían sobre la ciudad y yo no era la excepción. Había salido unos quince minutos más temprano de lo habitual, pero justo cuando estaba por subir a mi coche recibí una llamada de mi jefa que me requería ipso facto —así dijo— en su despacho para atender un asunto urgente, debido a un error mío, que no podía esperar al día siguiente.
Sabiendo que mi jefa no tomaría a bien que no acudiera a su llamado, me encaminé a su despacho —que se localiza en un anexo al edificio principal—, cruzando todo el edificio de oficinas, para atender dicha urgencia que al final resultó ni ser culpa mía ni ser tan urgente, pero que me retuvo con ella por más de una hora, de manera que al salir del despacho ya no había ni una alma en las oficinas de la empresa y la noche fría ya había caído sobre la ciudad, de manera que me dirigí a toda prisa hacia mi coche, que se encontraba hasta el otro lado del complejo y que recorrí por la parte de afuera, pues a esas horas, las oficinas ya estaban cerradas. Como el auto de mi jefa se encontraba en su estacionamiento particular, justo al lado de su despacho, aproveché el trayecto en solitario para despotricar contra ella, mentándole la madre y quejándome internamente de su estupidez manifiesta y de lo bajo que era mi sueldo.
Ensimismado en mis pensamientos e improperios, no fue sino hasta que llegué al auto que me percaté de lo que acontecía en la caseta de vigilancia del estacionamiento, pese a haber pasado frente a ella durante mi camino.
Me encontraba buscando las llaves de mi coche en mis bolsillos cuando la conciencia de una voz cantante me frenó en seco. Y no lo digo en forma poética ni alegórica. Realmente se escuchaba a alguien cantando en la soledad y oscuridad del estacionamiento.
Al principio no le di importancia, pensando que tal vez pudiera tratarse del radio en la caseta de vigilancia, pero casi de inmediato, justo antes de abrir la puerta del coche —había encontrado mis llaves ya, en el bolsillo derecho del pantalón— caí en la cuenta de que la voz cantaba a capela y de que la canción, pese a ser muy popular, no se parecía en nada a la de los intérpretes que solían cantarla. Así, la radio quedaba descartada y al ser escéptico como soy, los fantasmas o cualquier manifestación de lo sobrenatural, también. Luego de utilizar con eficacia este método de eliminación, solamente existía una explicación posible a la voz que cantaba en la fría noche y, movido por el morbo y la curiosidad, dejando de lado mi cansancio, mi molestia y el frío, me acerqué divertido a la caseta de vigilancia para comprobarlo.
Fue cosa de acercarme solo un poco y, sobre todo, confiar en que yo podía hacerlo: creyéndose sola, debido a la hora, había dejado la puerta de la caseta abierta y, por eso, no tuve dificultad alguna en verla; ahí, frente a mí, ensimismada completamente, ajena a todo lo que pasara en el mundo, interpretando la mejor versión de “Bésame mucho” que he escuchado hasta ahora. Como si de la protagonista de una ópera se tratara, se encontraba “La Gendarme”, jefa de seguridad de la empresa, dejando por los suelos el apodo que se había granjeado entre todos los empleados de la empresa que asegurábamos que carecía de sensibilidad alguna debido a lo estricto que era; sin embargo, la manera en que interpretaba la canción era tan sentida, tan llena de emoción, que nadie que la escuchara pudiera siquiera relacionarla con aquella mujer adusta y de malos modos que contestaba los “Buenos días” con un cortante “Circule y deje de estorbar”.
No. En definitiva, no podía creerlo, pero así era. Y más allá del disfrute que evidentemente tenía (pues parecía que acariciara cada una de las palabras que salían de su boca), estaba también lo natural de su voz. Es decir, que no solo era afinada, no solo disfrutaba cantar, sino que además lo hacía bien; tenía una voz que parecía haber sido diseñada específicamente para ello. No estoy diciendo que tuviera bonita voz, nada de eso. Quien alguna vez ha escuchado a La Gendarme sabrá que su voz es muchas cosas, menos bonita. Tampoco estoy diciendo que al cantar sonara bonito, pues eso sería simplificar y cortar la belleza, armonía y melodía a dicha voz. No, en definitiva, su voz cantante iba mucho más allá de lo que cualquier ser humano pudiese considerar bello o bonito. Era algo sublime, rayando en lo divino, al punto de dejarme completamente absorto, como Odiseo ante el canto de las sirenas, ante aquella melódica voz que logró hipnotizarme, como si de un sortilegio se tratara, y hacer que me olvidara de todo mientras la escuchaba.
No sé si ella se dio cuenta de mi silenciosa y, ahora sí, respetuosa presencia, pero sospecho que sí, puesto que terminando la primera canción continuó con la interpretación de “Cielo rojo”, y posteriormente con la de “Quizás, quizás, quizás”, cada una tan exquisita y sublime como la anterior, al grado de que me resultaba casi imposible resistir las ganas de aplaudir frenéticamente al término de cada canción, pero que no hice por temor a romper el hechizo, que, en efecto, se rompió ante la insistente vibración de mi celular que me requería regresar al mundo real.
Por respeto a La Gendarme, me retiré a atender al llamado, subirme a mi coche y marcharme a casa, repasando una y otra vez el momento tan excelso e íntimo que acababa de vivir.
Contrario a lo que pudiera pensarse o esperarse, no di a conocer a nadie mi experiencia y La Gendarme no se convirtió en una cantante reconocida internacionalmente, pese a tener el potencial. Por un lado, no soy ningún empresario del mundo de la música y, por otro lado, no soy altruista en lo absoluto. Muy por el contrario, soy un egoísta consumado y me negaba y me niego a compartir esa voz con alguien que no sea yo (no me juzguen, que tampoco le hago daño a nadie).
Por ello no dije nada.
Por ello, también, casi cada semana —puesto que no hay que ser tan evidentes— postergo la hora de mi salida y me deleito con las interpretaciones de la voz que canta en la fría noche que, estoy seguro, sabe de mi presencia, porque cada noche que la escucho, el repertorio que despliega es completamente diferente.
Durante el día, La Gendarme sigue siendo igual de grosera, insensible y estricta conmigo como lo ha sido siempre y como lo es con todos los demás empleados y yo no espero ni le pido que cambie.
No le pido nada. Durante las noches la escucho cantar y soy feliz.
Y creo que ella, a su manera, también.